Se puso su gorro sobre el
pelo todavía mojado. Se colgó las llaves al cuello y cogió su iPod, lista
aleatoria número 2. Paolo cantándole al
oído. No olvidó la bolsita con comida para ella y las palomas y salió de casa.
El frío arranco todo pensamiento. Las
orejas se le congelaban cada vez más. Le encantaba esa sensación de frío.
Comenzó a caminar sin rumbo por aquellas calles lejanas, pero que ya conocía. No
había vida en la ciudad a esas horas, el sol sólo se presentía y las farolas
continuaban encendidas. Era como si el frío congelara todos los problemas y los
atrapara en lo más hondo de su mente. Volaba a otro mundo. Se sentía diferente en esa ciudad.
Caminó durante horas,
como cada mañana, no iba a ningún lugar en especial, pero sabía dónde acabaría.
Escuchando a aquel guitarrista, quizás tan solitario como ella.
Le gusta demasiado la
soledad madrileña. Escuchar música como si se tratase de la banda sonora de su
vida.
Llegó por fin a su
destino no planeado. Le gustaba aquel banco, siempre pensaba que podría pasarse
la vida allí sentada, sin nada más que los acordes que susurraban a sus oídos,
viendo a la gente pasar, corriendo, paseando… inventando historias acerca de
sus vidas, en ocasiones tristes, pero mayoritariamente felices.
Sonreía, durante todo el
tiempo. Se sentía bien allí. Lejos… en su lugar preferido.
Empezó a anochecer, era
hora de volver a aquel piso, todavía desconocido. El calor del “hogar” comenzó a descongelar sus pensamientos más
profundos. Las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos olivados. Después de su
té, se metió en cama y se odió como cada noche. Odió no ser capaz de olvidar solo
por momentos. Odió no cumplir sus expectativas. Odió no ser capaz de engañarse.
Los párpados fueron
cediendo poco a poco al sueño. Aunque en esos momentos parecía que la tristeza
no la dejaría dormir, el cansancio siempre podía con ella. Al día siguiente se
despertó antes de lo habitual, parecía que su subconsciente sabía que era un
día diferente. El sol todavía no se dejaba notar y la ventana estaba empañada
por el frío de fuera. Comenzó su día como los demás. Fue a la ducha, dejó que
el agua hirviendo quemara su piel hasta que tornaba a un color rojo pálido y le
empezara a doler. Preparó un café y cogió su bote. Estaba vacío. Se habían
acabado. No pasaba nada, el frío le ayudaría. De nuevo, se puso el gorro, se
colgó las llaves y puso la música en sus oídos. Cogió la bolsita y salió. La oscuridad todavía era total. El frío hacía que le dolieran los
huesos. Pero algo era diferente. No consiguió evadirse. Le había faltado algo,
y no podían haber sido ellas. Era el frío quién la salvaba de sus pesadillas.
No ellas… No era capaz de olvidar, caminaba por Madrid. Era un camino
diferente, como cada día de estos dos meses.
Empezó a correr. Se sintió
asustada de sí misma. Las lágrimas luchaban con sus ojos por salir. El corazón seguía encogido dentro de su
pecho. Corrió más rápido. Necesitaba escapar. El aire empezaba a no llegarle.
No estaba acostumbrada. Dejó que poco a poco, el aire se esfumara. Pero no
podía más. Continúo caminando hasta que fue capaz de volver a correr.
El sol empezó a salir, y
las farolas se apagaron. Como cada día, puntual llegó a su banco. Estaba
cansada. Respiraba entrecortadamente. Se sentó. La música le hacía doler la
cabeza. ¿Qué pasaba? Era su lugar. Siempre se había sentido bien allí. Se sacó
los cascos y por primera vez escuchó el sonido que el guitarrista hacía salir
de las cuerdas del instrumento. Solía imaginar que la música que sonaba en su
cabeza era la que él tocaba. Se tranquilizó, le gustaba aquel sonido y además
era muy relajante. Todavía no podía respirar con tranquilidad así que cerró los
ojos. El aire frío entraba por su boca
y le hacía daño. La música le
ayudó a devolver la normalidad a sus pulmones. Entonces notó una presencia
sentándose a su lado. La guitarra había parado. Abrió los ojos y el
hombre estaba allí sentado. Empezó a tocar.
Nunca antes había
escuchado aquella melodía, pero le resultaba familiar. Por primera vez él
empezó a cantar. Su canción hablaba sobre una chica sentada diariamente en un
banco, desde hacía meses. Llegaba siempre puntualmente a las diez, con una
falsa sonrisa que pocas personas podían averiguar. Ella estaba evadida de la
realidad. Creía que era feliz pero sus ojos cansados y en ocasiones rojos
desvelaban sus llantos.
En cuanto terminó la
canción la cogió de la mano, congelada por el frío de aquella mañana diferente,
se acercó y le dijo al oído:
“Tranquila, no todo es
tan triste como crees. Se han acabado, pero no las necesitas. Verás cómo no
está tan mal. Es hora de que vuelvas a la realidad.”