Se quedó allí. Sentada junto a aquel hombre que la había
tomado de la mano y que no conocía. Dejó
que su mirada se perdiera entre los árboles. Una lágrima resbaló por su mejilla,
pero ella no se movió para secársela.
Él tampoco se movió. Se quedaron allí sentados, quietos, sin
nada que decirse durante horas. Cuando empezó a anochecer el guitarrista volvió
a coger su guitarra y tocó una última canción para ella.
Era una despedida entre dos personas que se querían pero ni
se conocían. Sabían que no se volverían a ver, Otra lágrima brotó de sus ojos
mientras la música sonaba, pero esta vez la siguieron muchas más.
Seguía tocando, las
notas se iban grabando en la mente de aquella chica. Sabía que nunca olvidaría
aquella melodía, que esa canción, su canción, daría sonido a sus mejores sueños
y a sus peores pesadillas.
La guitarra dejó de sonar. Él llevó su mano a su mejilla y
secó las lágrimas que la empapaban. Se acercó, poco a poco. Sus labios se quedaron a apenas unos milímetros. Podía
notar su aliento, nervioso. Quería besarla, pero no podía. Por algún motivo
sabía que ella no lo soportaría.
La miró a los ojos que llevaban un rato buscando lo suyos.
Los dos sintieron que se querían como nunca habían querido a nadie. Se
enamoraron, sin ni siquiera hablarse.
Entonces ella se apartó y con su voz débil, que él nunca
había escuchado antes, dijo un simple adiós. Se levantó y se marchó,
puntualmente a la hora de siempre, pero esta vez para no volver.